Ayer acudí al acto conmemorativo en recuerdo de las víctimas del holocausto nazi en el Parlament de Catalunya. Me vestí de negro transparente y riguroso, como huerfana que me siento de millones de personas. La tarde se fue enfriando con un viento sobrenaturalmente gélido en esta ciudad casi tropical. Al llegar nos enteramos de que el excelentísimo no pensaba agasajarnos con cava, qué pena. Nuestras antepasadas encerradas, torturadas, privadas de todo, famélicas y asesinadas se merecían unas copitas de vino burbujeante. Y nosotras también.
Nada más llegar divisé un grupo de gitanos y ya me sentí en familia, en la extraña familia que conformamos las perseguidas. Allí estábamos otra vez todas juntas: las judias, las bolleras, las maricas,... Pero faltaban otras compañeras de barracón: las raras, las discapacitadas, las comunistas, las resistentes,...
Podría hablar largo y tendido sobre esas ausencias. Pero prefiero sacar otras cosas que se me desataron una vez más en aquella sala impoluta superpoblada de fantasmas.
A quienes fuimos exterminadas por el fascismo ario no se nos señaló al azar. De hecho, desde los terroríficos reyes católicos españoles -glorificados todavía hoy por la historia infame que explican en las escuelas- hasta casi cualquier estado actual en este jodido planeta, las humanas a las que se nos trata de condenar a una vida inhabitable seguimos siendo las mismas. Y no nos queda otro remedio que mantener la guardia vigilante si queremos seguir vivas.
Un ojo siempre abierto para detectar cualquier aumento del racismo, la xenofobia, el machismo, la homofobia y todas las rarofobias que cruzan los discursos que no cesan, la canción de siempre. ¿Acaso no es antisemita seguir obviando que siempre convivieron -y conviven- judías entre nosotras?
Ayer recordó un representante de las testigas de jehová todos los genocidios que han teñido de sangre las páginas de nuestra historia planetaria desde que los campos de concentración nazis fueran clausurados -y visibilizados- el 26 de enero de 1945. Tantos millones de fantasmas no convocados hubieran derribado ayer el edificio del parlament. Entre ellos, muchos espíritus recientes asesinados en Gaza durante las últimas semanas por el estado -que no pueblo- israelí.
Quienes fuimos conducidas al inmenso matadero del III reich seguimos en peligro, bien que lo sabemos.
La activista lesbiana Elisabeth Vendrell recordó ayer el significado del triángulo negro. Este distintivo entre prisioneros se reservaba a indeseables y subhumanos. Entre ellos: lesbianas, mujeres autónomas, madres solteras, prostitutas,... Insurgentes frente al machismo. Y había muchas a las que represaliar: alguien me dijo que en el Berlín de principios de los años treinta cada noche encendían las luces más de doscientos bares de bolleras. Una explosión de libertad que el heteropatriarcado blanco -disfrazado esta vez de nazismo- no podía tolerar.
Tampoco debemos olvidar que la clausura de aquellas cárceles del horror no supuso la libertad de todos los prisioneros. Los supervivientes que portaban el triángulo rosa de las maricas fueron enviados directamente a la cárcel por pervertidos.
Y que el abominable Berlusconi -heredero del fascismo italiano de aquella época- acaba de promulgar leyes antigitanas.
Los nazis se devanaron los sesos clasificándonos a las torcidas. Si además de judia eras puta o lesbiana, sumaban al triángulo amarillo otro negro para formar la estrella de david. ¿Y si también eras coja y anarquista? Las discriminaciones se acumulan, no son excluyentes.
Ante tanto dolor y tanta rabia, prefiero salir a mis bares de extraviadas trazmarikabollos que siguen encendiendo sus luces y emborracharme como debieron hacerlo mientras pudieron aquellas miles de antepasadas. Y seguir luchando. Por mí y por todas mis compañeras.
¡A vuestra salud, hermanas torcidas de todos los tiempos!